Vocación
Monástica |
El alejamiento del mundo
En
el desierto
El primer paso de toda vida
monástica es el alejamiento del mundo. La
necesidad de abandonar el mundo está motivada
simplemente por el gran precepto del amor de Dios.
Amar a Dios, en efecto, es hacer su voluntad, observar
sus mandamientos. Ahora bien, este cumplimiento
de la voluntad divina exige una atención
continua, un esfuerzo del espíritu y del
corazón por entero. Como un obrero aplicado
a su trabajo, el cristiano debe entregarse exclusivamente
a la ejecución de las órdenes divinas.
Por eso, necesita renunciar no solamente a cualquier
otra ocupación, sino también de la
asociación con aquellos que no se preocupan
en obedecer a Dios. La separación del mundo
es, por tanto, una exigencia del primer Mandamiento.
Desde sus orígenes, el monaquismo planteó la
tensión entre fe cristiana y mundo. Un ejemplo
típico de esta tensión, que es incluso
anterior al monaquismo, podemos encontrarla en el
Evangelio de Juan, donde continuamente se entrecruzan
dos conceptos del mundo, uno positivo (“Dios
amó tanto al mundo que entregó a su
Hijo único” – Jn 3,16) y otro
negativo (“No ruego por el mundo” – Jn
17,9; “El mundo os odia porque no sois del
mundo, como yo no soy del mundo” – Jn
17,14).
Esta tensión implica no solamente
una separación de carácter interior
con relación al mundo carnal, pecador (“hacerse
ajeno a las cosas del mundo” – Regla
de San Benito 4,20) sino también una separación
de carácter físico de la sociedad (“...
que todas las cosas necesarias ... y los diversos
oficios se ejerzan dentro del monasterio, para que
no haya necesidad de que los monjes salgan fuera,
porque de ningún modo conviene a sus almas” – Regla
de San Benito 66,6-7).
Delante
de Dios
El monje es alguien que se retira del mundo para “estar
delante del Padre”. Dentro de la Iglesia, el
monaquismo asumió una especificidad propia,
expresada en la búsqueda de Dios (“que
se mire si de veras busca a Dios” – Regla
de San Benito 58,7), que lleva a dejar todo lo que
pueda distraer la atención que a Él
se debe prestar.
La comunidad monástica está oculta
en un lugar desierto, lejos del mundo, pero eso no
significa que los monjes sean cristianos amorfos,
pasivos, o desocupados. De hecho, San Benito se expresa
así en su Regla: “La ociosidad es enemiga
del alma; por eso, a ciertas horas se ocuparán
los hermanos en el trabajo manual y en otras en la
lectura espiritual” (Regla de San Benito 48,1).
La fuga mundi fue, y continua siendo, un elemento
esencial de la vida monástica; por lo tanto,
no debe ser interpretada en manera alguna como un
subterfugio, una maniobra o un pretexto para evitar
dificultades o para esquivarse de las obligaciones.
Es una fuga del mundo en sentido de rehusar todo
lo que ama este mundo y todo lo que hay en él,
pues “si alguno ama al mundo, no está en él
el amor del Padre” (1Jn 2,15).
Hay que reconocer que la soledad es un trazo de la
vida monástica que aparece ya claramente en
la vida de los primeros cistercienses. Desde el punto
de vista personal, la soledad y el silencio son importantes
para la vida de oración, creando las condiciones
necesarias para que la Palabra penetre en cada uno
de nosotros y para que calando todas las voces interiores
que nos apartan de Dios podamos escuchar lo que el
Espíritu Santo – de quien somos templo – quiere
decirnos.
Estar cerca del Padre, vivir ad dexteram Patris (a
la derecha del Padre) es lo que el Hijo prefiere
ante todo, y es lo que considera mejor y más
eficaz para nosotros, para Su obra junto a nosotros
y para la redención del mundo: “Yo salí del
Padre y vine al mundo, de nuevo dejo el mundo y vuelvo
al Padre” (Jn 16,28). El monje cree con el
corazón, con la mente y con la voluntad, en
una presencia de Dios que se manifestó en
la historia pasada (“salí del Padre
y vine al mundo”), que da significado al presente
y que sugiere una forma determinada de mirar al futuro
(“voy al Padre”). Alejándose del
mundo en el presente, el monje da testimonio de aquello
que cree y espera en el futuro: ir al Padre.
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