Los Cistercienses | Historia

El desafío de la fundación

En los inicios de 1098, veintiún monjes se presentaron para seguir a Roberto de Molesme hasta una propiedad donada para la construcción de un Nuevo Monasterio, en la región francesa de Borgoña. El lugar en el que se inició la construcción del monasterio – el día 21 de marzo, que en aquel año era Domingo de Ramos – ya tenía nombre: Cîteaux (en latín: Cistercium).

Volver a la verdadera pobreza evangélica, al trabajo manual y al más auténtico espíritu de la Regla de San Benito (que rige la vida de los monjes): el monasterio de Cister fue fundado para tal fin. Los fundadores, salidos de la abadía benedictina de Molesme, no pensaban inicialmente en fundar una nueva Orden monástica, sino en redimirse de las faltas contra la pobreza, rechazando la aceptación de títulos o de otros beneficios eclesiásticos, y en restablecer el tan deseado equilibrio entre la vida litúrgica y el trabajo.

Los inicios no fueron fáciles. La pobreza material y la escasez de vocaciones se prologarían por varios años. Sin embargo, eso no disminuyó el ánimo de los monjes, que trabajaron arduamente para convertir aquel lugar inhóspito en un campo fértil.

Los primeros abades

Debido a la insistencia de los monjes de Molesme, el Papa Urbano II pidió al abad Roberto que regresase a su antiguo monasterio. Fue un duro golpe para la incipiente comunidad. El abad Roberto nació en el año 1028 en algún lugar de Champagne (Francia), en el seno de una familia noble. Ingresó muy joven en la Abadía de Montier-La Celle. Sus deseos de mayor perfección y santidad le llevaron a realizar varias tentativas de reforma de la vida monástica benedictina.

En el año 1075, fundó, junto a un grupo de eremitas, el Monasterio de Molesme. Ese proyecto no satisfizo plenamente sus deseos y por eso buscó realizar su ideal con la fundación de Cister. Esta vez, a pesar de las dificultades del inicio, consiguió la reforma soñada, aunque no pudiera participar del auge de este éxito.

Al Abad Roberto le sucedió Alberico, que desempeñaba entonces el cargo de Prior. No tenemos muchos datos biográficos sobre él, pero los historiadores constataron su interés por trabajar con empeño en el desarrollo de la nueva fundación. Alberico buscó la protección de la Sede apostólica y consiguió del Papa Pascual II el Privilegio Romano, en el año 1102. Con todo, las vocaciones no venían, y Alberico murió sin ver aumentada la Comunidad. A partir de ahí, el tercer abad, Esteban Harding, fue el encargado de dirigir los destinos del “Nuevo Monasterio”, como se llamó en aquella época.

Esteban nació en el seno de una familia de la nobleza anglosajona, alrededor del 1060. Atraído por el ejemplo de Roberto, le siguió en su fundación de Cister. A él se deben los escritos del Exordium Parvum y de la Carta Caritatis, con los que se definieron las normas de vida y de gobierno de la nueva Orden.

La influencia de Bernardo

El monasterio de Cister era apenas un pequeño grupo dentro de un movimiento más amplio de reformas monásticas de la época. Todavía no tenía trazos muy claros en su mensaje que lo distinguiese de otras comunidades contemporáneas con objetivos similares y sufría una falta de vocaciones profunda, motivo de la creciente disminución de sus fuerzas. Pero durante el abadiato de San Esteban (1109-1133), a través de Bernardo de Claraval, este anonimato se cambió radicalmente.

Impresionante acontecimiento: Bernardo se presentó en Cister con nada menos que 30 compañeros, entre los que se encontraban varios parientes. Consiguió llevar consigo a todos aquellos a los que tenía un afecto especial, inclusive sus propios hermanos de sangre, ¡ hasta un casado con dos hijos! Este gesto fue tan impresionante para las personas de aquella época que se empezó a hablar de Bernardo en términos de “el terror de las madres y de las jóvenes esposas”, como dice su primer biógrafo.

La segunda generación cisterciense fue influida decisivamente por San Bernardo, que dejará una herencia permanente en la Orden, mediante su teología mística y el espíritu de pobreza y sencillez.

Una herencia

No obstante el fuerte espíritu de austeridad ascética abrazada por los monjes de Cister, la pequeña comunidad de un monasterio remoto consiguió formar una colección de himnos auténticos, realizar la revisión de las melodías gregorianas, una edición crítica de la Biblia y la redacción de textos jurídicos duraderos.

Los monjes cistercienses, a pesar de su ideal de retirarse del mundo, se volvieron parte importante de la sociedad y se interesaron por los problemas relativos a ella. Las costumbres de los primeros cistercienses se fueron repetidamente adaptando a las realidades de un mundo en continua transformación; con todo, los monjes permanecieron firmes y fieles a lo esencial de los principios originales.


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