Vocación Monástica | Nuestro lugar en la Iglesia

Nuestra llamada

Una comunidad monástica, viviendo de modo profundo y específico las exigencias derivadas de la participación bautismal en el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo, se hace portadora de la Cruz y, de ese modo, asume el compromiso de hacerse portadora del Espíritu y lugar donde sus miembros, por lo tanto, mediante la alabanza y la intercesión continua, los consejos ascéticos y las obras de caridad, son capaces de, en lo secreto, fecundar la historia.

Renunciando al modo de vivir del mundo, los monjes y las monjas herederos del monaquismo inspirado en San Benito de Nursia, teniendo como fin principal buscar a Dios (Cf. Regla de San Benito 58,7), se dedican a Él sin anteponer nada al amor de Cristo (Cf. Regla de San Benito 4,21), esforzándose por conciliar armoniosamente la vida interior y el trabajo, en el compromiso evangélico de la conversión de costumbres, de la obediencia, de la clausura y en la dedicación asidua a la meditación de la Palabra (lectio divina), en la celebración de la liturgia y de la oración. En una comunidad de consagrados que viven así, en la soledad, en el silencio, en la ascesis personal y en la comunión del amor fraterno, deseando reflejar el propio modo de vivir de Cristo, es posible encontrar manifestaciones particularmente ricas de los valores evangélicos.

El monje es alguien llamado por el Espíritu Santo a dedicar toda su vida a la búsqueda de Dios. En una cultura fuertemente secularizada y materialista, orientada a buscar los valores perecederos y pasajeros del tener y del placer, el monje se vuelve incomprensible porque él “no produce nada”. Su vida parece completamente inútil. Ni siquiera los cristianos se ven libres de esa inquietud por la aparente “inutilidad” del monje.

Sirviendo a la Iglesia

La vida monástica no puede tener otro fin último que no sea Dios, que debe ser glorificado por nosotros en todo y alcanzado como sumo bien y felicidad suprema. El mediador y el camino para el Padre es Cristo, que está presente en la Iglesia, en la Palabra de Dios, en los sacramentos y en la comunidad de los hermanos. Abrazamos la vida monástica bajo la guía del Espíritu Santo para que, orientados de modo especial, inmediato y radical, para este fin, tendamos a él continua y eficazmente y lo alcancemos.

Cuando nuestra profesión monástica (los votos) es recibida por la Iglesia, estamos también dedicados a su servicio, pues para nosotros Cristo está presente en la Iglesia, con la que se encuentra indisolublemente unido. Por esto, servir a Cristo es y debe ser servir a la Iglesia.

El monje no duda en dedicar toda su vida al Señor, aunque en su labor discreta y silenciosa por el Reino de Dios, luchando contra los valores del mundo que ve arraigados en sí mismo, no salga del anonimato. Pero aunque sea casi siempre anónimo, el monje no está solo. Para él es sobremanera elocuente la creencia en la comunión de los santos, ya que “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14,7). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, es en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, en la que se funda la comunión de los santos” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 953).


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