Vocación Monástica | El Opus Dei y la Lectio Divina

En oración

El monje que busca a Dios siguiendo a Cristo y deseando servirlo, ora frecuentemente. Nuestro espíritu y nuestro corazón se elevan a las cosas de Dios por la meditación de Su Palabra, que se nos revela, y por la oración, en común o en particular, que responde a la Palabra de Dios. En la oración podemos encontrar también una fuente de inspiración para todos nuestros actos y, al mismo tiempo, verificar mejor la orientación de nuestra vida y rectificarla más frecuentemente.

La oración frecuente, tan buscada en toda la historia del monaquismo, más que una realidad común en los desiertos y en los cenobios de la antigüedad, es un ideal que los monjes se proponían alcanzar a toda costa, pues “quien ama a Dios conversa siempre con él como con un padre”. El verbo conversar, sin embargo, tiene aquí un sentido mucho más extenso y profundo del mero hecho de “hablar con otro”.

Ciertamente, no se trata apenas de pronunciar palabras, ni siquiera palabras interiores, sino, sobre todo, de una unión, de una comunicación habitual. Evidentemente, “orar sin cesar”, en el sentido de formular oraciones, sea de forma oral o mental, es un precepto que llega a rozar con la utopía. Pese a tantos métodos creativos de los antiguos monjes cristianos, orar sin interrupción, con las limitaciones que la condición humana impone, constituye una tarea demasiado ardua.

Entonces, los monjes pasaron a aceptar la costumbre, aún más tradicional, de orar en ciertas horas del día y de la noche, y así se fue formando el Opus Dei, o el Oficio Divino monástico, a partir de la oración comunitaria con los salmos.
También en la Edad Media surgieron movimientos que intensificaban o multiplicaban la oración, hasta el punto de darle un volumen y una solemnidad casi sobrehumanos, la práctica que más resistió el correr de los siglos fue la de promover un sabio y justo equilibrio en la disposición del tiempo destinado al Oficio Divino, como lo que se observa a este propósito en la Regla de San Benito.

Delante de la Palabra

En el contexto de la Regla benedictina, los monjes se dedican esencialmente a tres cosas: rezar, trabajar y leer. Entre los textos a los cuales el monje dedica tiempo para la lectura está la Biblia, la Palabra de Dios. Es con ella con la que el monje se ocupa en la lectio divina (esp.: lectura divina).

Lectio solo como “lectura” podría tal vez sugerir cualquier libro, al cual dedicaríamos atención. Con todo, lectio divina, “lectura divina”, o “lectura de Dios”, indica que la materia específica, inmediata de nuestra lectura, es el propio Dios, que se revela en la Sagrada Escritura. Según A. de Vogüé, “abrir la Biblia es encontrar a Dios”, y G. Bessière llama a la Sagrada Escritura “el libro de los que buscan a Dios”, o de los que buscan a Cristo, ya que, como nos dice S. Jerónimo, “desconocer la Escritura es desconocer a Cristo”.

Leer, escuchar, memorizar, profundizar, vivir la Palabra de Dios contenida en la Escritura, meditar en ella con fe y amor: en esto consiste, esencialmente, la lectio divina.


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