Vocación
Monástica |
El trabajo
Con
las manos y el corazón
Los monjes deben dedicarse al trabajo manual a
ciertas horas del día (Cf. Regla de San Benito
48); sin embargo, no estamos obligados a pensar solo
en el rudo trabajo agrícola o artesanal. El
trabajo de los campos, típico de la economía
del tiempo en que fue escrita la Regla de San Benito
(siglo VI) no se impone necesariamente como única
modalidad al monje cisterciense.
El trabajo intelectual
(estudio, escritos), a su vez, no recibe en la Regla
de San Benito ningún juicio de valor, ni favorable
ni desfavorable, aunque quede claro, por la lectura
de la Regla, que el monje debe estar mínimamente
instruido.
Aunque en la Regla benedictina el componente principal
es la búsqueda de Dios, se nota una constante
necesidad de contacto con los textos, ya que una
de las principales ocupaciones consistía en
la lectio divina, es decir, era preciso, además
de meditar, saber leer. San Benito sugiere, al final
de la Regla, que se lea, por ejemplo, la Escritura,
los Santos Padres Católicos y San Basilio
(Cf. Regla de San Benito 73,2-6). Todo esto indica
que había libros en el monasterio.
En un tiempo
en el que no existía la imprenta, para tener
libros era necesario, eventualmente, saber copiarlos,
de donde se concluye que también era necesario
para los monjes el saber escribir. La copia de obras
literarias, religiosas o profanas, tuvo ciertamente
importancia, ya que los artistas – o artífices – del
monasterio que ejercían la caligrafía
podían vender el fruto de su trabajo, dando
recursos al monasterio para el sustento de los hermanos
y para ejercer la caridad con los pobres y los huéspedes.
La transcripción de los manuscritos podía
tener también un carácter de penitencia,
cumpliendo un objetivo ascético, puesto que
imponía al copista un verdadero “tormento”,
como afirma un monje del siglo IX, Arduíno
de Saint-Wandrille: “qui nescit scribere factu,
scire etiam potuit numquam tormenta laboris” (en
traducción libre: “quien desconoce el
trabajo de escribir, nunca podrá conocer el
tormento del trabajo”).
En comparación con otras Órdenes o
Institutos Religiosos, la variedad y el ritmo son
la gran singularidad de la vida del trabajo cisterciense.
Por lo tanto, lo más importante es que los
monjes no dependan del trabajo de los demás
para sustentarse, pues, como nos dice San Benito: “Son
verdaderos monjes cuando viven del trabajo de sus
manos, como también lo hicieron nuestros Padres
y los Apóstoles” (Regla de San Benito
48,8). Como iluminación de esta sentencia
de la Regla, es esclarecedor recordar otros tipos
de trabajos manuales ejercidos por nuestros padres
en el monaquismo (fabricar cestos, cocinar, utilizar
el horno) y por los Apóstoles (la pesca, por
ejemplo, en Jn 21,3; la fabricación de tiendas,
en Act 18,3).
Trabajando
el espíritu
Solo los nobles y pudientes
experimentan el trabajo como un simple “ocuparse”.
Los monjes cistercienses, “pobres con Cristo
pobre”, necesitan trabajar para “comer
su pan” (Cf. Gn 3,19). Además de esto,
el monje trabaja no solo para evitar la ociosidad,
o para ejercitar el cuerpo, sino también
porque el trabajo está entre los elementos
propios de su vocación “El trabajo,
la vida oculta, la pobreza voluntaria, estas son
las joyas del monje, esto es lo que ennoblece la
vida monástica”.
El sudor y las fatigas del trabajo constituyen la
primera y principal penitencia impuesta por Dios
a la raza humana (Gn 3,17-19), y el monje, que a
su vez lleva una vida de penitencia, está repetidamente
invitado a meditar sobre este imperativo divino.
Finalmente, el trabajo monástico, asociado
a la oración silenciosa, es capaz de promover
una transformación interior, y se muestra
como una oportunidad para el cultivo de las virtudes,
como la humildad, la paciencia, la templanza, el
diálogo, la responsabilidad. El trabajo del
monje nunca se separa totalmente de su vida espiritual.
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